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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

Alzamiento y Guerra de Liberación


Blas Pinar López, notario, escritor y político, fue consejero nacional del Movimiento y procurador en Cortes por designación directa del jefe del estado, durante el franquismo. En la transición, convirtió el nombre de su semanario “Fuerza Nueva” en un partido político franquista que disolvió tras las elecciones de 1982.

La guerra de Liberación
No es fácil una exposición de tales causas y antecedentes, y ello por varias razones: en primer lugar, porque quien esto escribe es un hombre enmarcado en la generación protagonista de la lucha, y biografía personal, sino en los esquemas ideológicos que se enfrentaron; en segundo término, porque si un análisis exhaustivo requiere no marginar todo aquello que, por diversas razones, actuó de manera convergente para provocar la contienda, también se hace necesario reducir el estudio a los trazos esenciales, a fin de que el lector no se pierda en un laberinto de datos concretos; y en tercer lugar porque, quiérase o no, y pese a los cincuenta años transcurridos desde aquel 18 de julio de 1936, España continúa traspasada en lo más íntimo de su ser nacional por la confrontación a vida o muerte que supuso aquella guerra llamada de los «mil días».

¿Dónde poner el hito del comienzo? Quizá la gestación originaria de la tragedia tuvo su arranque en la llamada Monarquía de Sagunto y en el intento, noble y patriótico, sin duda, de Cánovas del Castillo. Si la Monarquía de Sagunto quiso conciliar la tradición católica con el liberalismo político, y el intento de Cánovas aspiró a consolidar un sistema bipartidista —de conservadores y liberales- con alternancia en el poder, no cabe la menor duda que la realidad puso de relieve, el 14 de abril de 1931, con la proclamación de la II República, que Monarquía y liberalismo eran difícilmente compatibles, y el 18 de julio de 1936, que el bipartidismo anglosajón, por el talante de los españoles y por el planteamiento a nivel de partidos, no de problemas secundarios, sino de cuestiones básicas, sobre el concepto del hombre y sobre la esencia de la comunidad política, era de imposible trasplante a nuestro suelo. 

Si la sublevación militar de Jaca, de diciembre de 1930, con la efímera y local implantación de una República de marcada filiación marxista, fue el prolegómeno fallido de la II República, el Alzamiento militar y civil del 18 de julio fue el antecedente inmediato de la guerra de liberación, cuyo objetivo no era tanto abolir la República —pues republicanos eran sublevados de la más alta significación castrense y política—, sino terminar con el laicismo que pretendía secularizar a nuestro pueblo, con el separatismo que amenazaba gravemente la unidad de España, con el marxismo que encendía el odio y destrozaba la economía, y con la masonería que, como poder oculto, se interfería en el gobierno de la nación.

La II República, pese a la ilusión nacional que la hizo posible y a la intención limpia de alguno de sus promotores, nació gravemente comprometida por el llamado pacto de San Sebastián, por el brote secesionista, atajado tan sólo en apariencia, de la proclamación en Barcelona del «Estat catalá» y por el apoyo socialista, que hizo posible el triunfo de las candidaturas republicanas que concurrieron a las elecciones del 12 de abril de 1931. El proyecto de una República moderada se reveló como algo inalcanzable con la quema de conventos e iglesias del 11 de mayo, ante la pasividad de las autoridades e, incluso, el respaldo oficial que supone la frase famosa: «más que todas las iglesias y conventos vale la vida de un republicano».

El Alzamiento y la guerra subsiguiente al mismo fueron, en síntesis, un rechazo del alma y del cuerpo de la nación al «imposible histórico» de que hablaba García Morente, es decir, al intento de forzar el modo de ser español, de cuanto había definido a España, haciéndola diferente, y por ello, con capacidad de aportaciones propias y singulares, y transformarla, difuminándola, en un mundo construido espiritual y materialmente con arreglo a coordenadas distintas o antagónicas.

Este rechazo al «imposible histórico» se produjo, como antes se apuntaba, en cuatro frentes distintos: en el religioso, en el nacional, en el político y en el social.

En el frente religioso, la actitud beligerante de la II República para oponerse a la tradición católica de nuestro pueblo y secularizarlo, se puso de relieve en el texto de la Constitución de 1931. En ella no sólo se configuraba un Estado laico, sino que la Iglesia católica, separada de aquél, tenía un tratamiento discriminatorio y peyorativo, con desconocimiento no sólo de la tradición católica de la nación, sino de la confesión católica de la inmensa mayoría de los ciudadanos. La disolución de la Compañía de Jesús, a la que se confiscaron sus bienes, la ley de Ordenes y Congregaciones religiosas, la mediatización de la enseñanza, la expulsión del cardenal Segura, la legalización del divorcio vincular, la aparición de publicaciones sacrílegas, y un etcétera interminable, produjeron, como era lógico, una reacción a todos los niveles, desde la jerarquía de la Iglesia, que en pastorales y homilías denunció las persecuciones de que venía siendo objeto el catolicismo, hasta los fieles, que habiendo votado a favor de la República, comenzaron a darse cuenta, ante la realidad dramática de los hechos, de su profundo error.

En el frente nacional, la II República se debatió entre la postura orteguiana del régimen autonómico generalizado para toda España, y la concesión de dicho régimen tan sólo a lo que se venían llamando regiones díscolas. Aceptada esta última postura, la discusión en el Parlamento del Estatuto catalán fue seguida con atención apasionada por el pueblo. La brecha que, en principio, suponía el Estatuto para la unidad política de España, y la entrega del gobierno de la región a quienes de una u otra forma consideraban la autonomía, no como un objetivo sino como un peldaño en la escalada hacia otros fines, provocó también y lógicamente, el fenómeno del rechazo. 

Este rechazo se hizo más fuerte al observar que Estatutos parecidos iban a concederse a las provincias vascongadas y a Galicia, y que lejos de apaciguar los ánimos, las autonomías envalentonaban, con el resorte del poder en la mano, a los dirigentes de algunos partidos, secesionistas en el fondo. En este sentido, la sublevación contra el Estado, de la Generalidad de Cataluña, el 6 de octubre de 1934, fue la chispa que encendió la protesta indignada y moralmente unánime de la nación, que ya no sólo intuía sino que detectaba el grave e inminente peligro desintegrador. Republicanos insignes, como Royo Villanova, se opusieron de manera valiente y tenaz al despropósito republicano.

En el frente político, la II República, continuadora del liberalismo de la Monarquía de Sagunto, pese a la proclamación de los principios democráticos y del respeto a la voluntad del pueblo, acabó encerrándose en un sectarismo que se volvió contra ella. La actitud, ciertamente discutida y discutible, de traspaso y apoyo al nuevo régimen, de las fuerzas capitaneadas por José María Gil Robles, en «Acción Popular» y en la «Confederación española de derechas autónomas», fue acogida por muchos de los hombres claves del sistema con ironía y hostilidad.

Sólo Alejandro Lerroux, republicano histórico, cuya juventud se había identificado con el espíritu rebelde, comprendió, con la madurez de los años, que la incorporación del catolicismo religioso y de la derecha política eran imprescindibles para la consolidación de la República. Con talante suicida, sin embargo, el régimen encabezado por Azaña -jefe de Gobierno y más tarde jefe del Estado- se opuso con todas las armas a su alcance a la incorporación de tan amplios sectores populares. A pesar del éxito conseguido en las elecciones de 1934, el acceso al poder de la CEDA tuvo tales obstáculos que sólo pudo ocupar algunas carteras en un gobierno de coalición.

A otros niveles, la ausencia total de verdaderas convicciones democráticas en quienes con altivez machacona presumían de ellas, cuajó en la Ley de defensa de la República, que prácticamente derogaba la Constitución, en el cierre de todos los diarios opositores, de los que se incautó el gobierno, y en el levantamiento de Asturias, que fue en realidad un ensayo de guerra civil, con asesinatos monstruosos y destrucción de bienes, incluyendo edificios históricos y obras de arte, y que fue muy duro y costoso sofocar.

En el frente social, la II República fue tributaria del respaldo socialista. Aunque el socialismo había colaborado incluso con la Dictadura del general Primo de Rivera, y era socialista antes que republicano, lo cierto es que contribuyó decisivamente al éxito del 14 de abril, y que el partido, como tal partido, desde su fundador, Pablo Iglesias, hasta el último de sus militantes, se profesaban fervientes republicanos. La imperiosa necesidad de la colaboración expresa o tácita de los socialistas, obligó a los partidos republicanos de izquierda a pactar con los mismos y a concederles la más amplia libertad de acción. Las huelgas convocadas por la Unión General de Trabajadores, preparadas, alentadas y financiadas por las «Casas del pueblo», crearon un clima de lucha de clases, la inseguridad permanente y el declive económico. 

El paro y la mendicidad se hicieron endémicos, y eran aprovechados por el incipiente partido comunista, que entonces jugaba como sección española de la Internacional de ese nombre, y por el anarco-sindicalismo, ya implantado en algunas regiones españolas y especialmente en Cataluña. El proceso de radicalización en los movimientos políticos sociales de signo proletario tuvo amargas y tristes consecuencias, como el incendio de las cosechas, y las matanzas, de guardias civiles en Castilblanco, y de campesinos en Casas Viejas. Las voces de Besteiro, en el Partido Socialista, y de Angel Pestaña, en el anarco-sindicalismo, fueron reducidas al silencio por la invitación constante a la violencia más desenfrenada para conseguir el poder, de Largo
Caballero y de Durruti.

El Alzamiento

La reacción nacional ante los desmanes reiterados de quienes trataban de imponer de grado o por fuerza el «imposible histórico» no se hizo tardar. De una parte, la vieja Comunión Tradicionalista, que guardaba, no como recuerdo nostálgico, sino como vivencia  dinamizante, el sagrado ideal que le llevó a combatir en las guerras carlistas, se sintió reanimada por el tiempo difícil. De otra parte, una juventud inquieta, que había soñado con una república nacional y no con una forma republicana de liberalismo, se movilizó, hasta agresivamente en ocasiones, por la llamada de José Antonio Primo de Rivera, a partir de su discurso fundacional del 29 de octubre de 1933, en el Teatro de la Comedia de Madrid.

Por añadidura, quienes habían colaborado con la Dictadura y advertido que la misma fue tan sólo una prótesis que detuvo el proceso disolutorio de la Monarquía y que la corona sin Estado monárquico, con unidad de poder, se reduce a un adorno para el disimulo, lanzaron a través de la revista Acción española un esquema fundamental para el quehacer político, que Víctor Pradera esbozó y desarrolló con claridad meridiana en una obra magistral: El Estado nuevo.

A esta reacción significativamente nacional y no colaboracionista con el régimen, se sumó un crecido número de militantes y simpatizantes de la CEDA, especialmente de sus juventudes, desencantadas y aleccionadas por los resultados pobres o nulos de la contemporización y el entendimiento, sumiso en muchos casos, de los dirigentes del partido. El desplazamiento hacia las fuerzas políticas que preconizaban actitudes más gallardas y viriles se produjo en proporciones desertizadoras para la CEDA, a partir de las elecciones de febrero de 1936, feroces como ninguna, y que dieron el triunfo al Frente Popular.

A partir de ese triunfo, se generalizó un estado de anarquía, con asaltos a locales de partidos políticos, desfiles paramilitares de milicias uniformadas de las agrupaciones de izquierda, palizas crueles a afiliados de agrupaciones de otro signo, asesinatos de personas, incluso de antigua filiación republicana, por el solo hecho de no compartir el modo de actuar de quienes habían llegado al poder, y detenciones masivas y encarcelamiento de dirigentes, José Antonio entre ellos. El bipartidismo de la Monarquía de Sagunto iba a llegar así a sus últimas y dramáticas consecuencias, porque desde la rigidez moral más estricta podía entenderse que se habían dado cita todos los requisitos y circunstancias que justifican una oposición, no sólo dialéctica, a un estado de cosas que se hacía insoportable.

La elaboración doctrinal, con dicho fin, había perfilado la distinción entre legalidad y legitimidad. Si aquélla era tan sólo un requisito de forma exigido para elaborar la norma jurídica positiva, la legitimidad hacía referencia a la justicia intrínseca de la norma, es decir, a su concordancia con la ley natural o el derecho divino revelado. Pues bien, de acuerdo con esa elaboración doctrinal, y como señalara el obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo Garay, «cuando la sustancia de la legalidad es la injusticia, no le queda a la conciencia más recurso que buscar la justicia en la legítima ilegalidad».

La apelación a la legítima ilegalidad frente a la legalidad ilegítima no es otra cosa que el derecho de resistencia, derecho y deber a un tiempo, pues como enseña León XIII (Sapientiae Christianae): «si las leyes del Estado están en contradicción manifiesta con la ley divina... hay obligación de resistir».

Este derecho de resistencia admite modalidades diversas, que van desde la desobediencia civil a la insurrección. Monseñor Pla y Deniel, obispo de Salamanca, reconoció explícitamente «el derecho de la Sociedad... a derrocar un gobierno tiránico y gravemente perjudicial (a la misma), por medios legales, si es posible, pero si no lo es, por un alzamiento armado» (Las dos ciudades, 30.9.1936).

Ahora bien, para que el derecho de resistencia, en su modalidad de alzamiento armado, pueda legitimarse, los teólogos, y Santo Tomás con ellos (2.2. q. 40), exigen: 1.° una causa justa, es decir, una serie continuada de transgresiones morales gravísimas, con manifiesta culpabilidad e injusticia voluntaria, que permitan calificar al poder de sedicioso; 2.° una victoria razonablemente previsible; y 3.° la intención recta de compensar y superar los males que toda guerra supone, con la prosperidad subsiguiente.

Dejando al margen las dos últimas exigencias, ahora irrelevantes, pues los hechos han confirmado con creces que la victoria se hizo realidad y que fueron superados los males de la guerra, sólo cabe que proyectemos aquí nuestra atención sobre la gravedad de la causa, evidente sin duda para quienes, con Franco a la cabeza, ejercitaron el derecho-deber de la resistencia armada.

A tal objeto, estoy seguro que examinarían con toda minuciosidad, y siguiendo a Balmes, las circunstancias que el ilustre filósofo enumera para justificar el alzamiento: «si el poder supremo abusa escandalosamente de sus facultades; si persigue la religión, corrompe la moral, ultraja el decoro público, menoscaba el honor de los ciudadanos, exige contribuciones ilegales y desmesuradas, viola el derecho de propiedad, enajena el patrimonio de la nación, desmiembra a las provincias, lleva a los pueblos a la ignorancia y a la muerte».

La causa justa y grave la señaló el cardenal Gomá, al escribir que «La religión y la Patria (estaban) al borde del abismo, por una política totalmente en pugna con el sentido nacional», fruto de una «preparación satánica», en frase de Pío XI; y causa justa y grave era la que Franco formuló al decir: «No había libertad, cambiada por libertinaje; no había igualdad, porque la destrozaron los que desde el gobierno se declaraban beligerantes; no había fraternidad, porque era desmentida por los asesinatos de los hombres de la oposición, llevados a cabo con la complicidad de las autoridades y del gobierno.»

A esta conclusión llegaron quienes defendían a toda costa la legalidad ilegítima, al comprobar que la República era «la plaza de armas del comunismo», como aseguraba L’Osservatore romano de 24 de abril de 1936. José María Gil Robles, legalista a ultranza, como su partido, tuvo que reconocer que estaba llegando el momento, por un deber de ciudadanía y de conciencia, de decir a sus seguidores: «dentro de la legalidad no tenéis protección, porque la ley no tiene el amparo del gobierno, que es la suprema garantía ciudadana» (16.4.1935). Con ello aceptaba, al fin, el clamor, cada día más incesante, de quienes, luego de prestar apoyo al mal menor mediante el voto útil, decían llenos de amargura a sus diputados: «Ni en el Parlamento ni en la legalidad tenéis ya nada que hacer.»

El mismo Gil Robles, en la sesión famosa de la Diputación permanente, de 16 de julio de 1936, pronunció estas palabras definitorias, justificativas del Alzamiento nacional: «Este clamor que nos viene de campos y ciudades, nos indica que está naciendo y desarrollándose eso que en términos generales habéis dado en denominar fascismo, pero que no es más que el ansia, muchas veces nobilísima, de liberarse de un yugo y de una opresión que, en nombre del Frente Popular, el gobierno y los grupos que le apoyan están imponiendo a sectores extensísimos de la opinión nacional. 
 Es un movimiento de sana y hasta de santa rebeldía. Cuando la vida de los ciudadanos -termina Gil Robles-está a merced del primer pistolero; cuando el gobierno es incapaz de poner fin a ese estado de cosas, no pretendáis que las gentes crean ni en la legalidad ni en la democracia.» En este caso, también nosotros sabremos ir a ese terreno, «porque entonces no iremos en plan de ofensiva, sino de legítima defensa, y estamos obligados a rechazar la violencia con la violencia, para lograr el  triunfo de nuestros ideales.»

Tardía fue, pero elocuente, la lección. ¿Acaso José Antonio, con menor experiencia, pero más aguda intuición, no había exclamado: «¿quién ha dicho, al hablar de “todo menos la Violencia”, que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad, y que estamos obligados a ser amables cuando se ofende a la justicia y a la Patria?» (20.10.1933). ¿Acaso el Divino Maestro no había previsto que hay ocasiones en que es necesario vender la túnica y comprar una espada? (Luc. 22,36).

Se había llegado, pues, a la situación límite en que surge con toda su fuerza la «non scripta, sed nata lex», a que aludía Cicerón. Estaba en la conciencia nacional que, agotados ya los medios legales, no había más recurso que el derecho a la fuerza para sostener el orden y la paz. No le quedaba a España —dice la carta colectiva de nuestro episcopado, de 1 de julio de 1937- más que esta alternativa: «o sucumbir... o intentar un esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales».

Y ese esfuerzo titánico no era otro que la guerra, que «siendo uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es, a veces (como “ultima ratio”), el remedio heroico (y) único para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz».

Conforme a esta línea de pensamiento, era preciso oponer un Frente Nacional al Frente Popular, y si es cierto que aquél no llegó a constituirse formalmente por todos los grupos que debieron integrarse en el mismo, debido a las rivalidades propias del temperamento hispano, lo cierto es que dicho Frente se hizo realidad política-sociológica, aunque no fuera más que por la denominación de «fascistas» que, con propósito hiriente, lanzó la izquierda contra aquellos que espiritualmente lo integraban.

La destrucción sistemática por el Frente Popular, con todos los resortes del poder en la mano, de los valores sustanciales de la comunidad política puso en estado de alerta al Ejército. Si la insurrección, tipo pronunciamiento decimonónico del general Sanjurjo, en Sevilla, no mucho después de la proclamación de la
República —en agosto de 1931- no tuvo apoyo en la familia militar, que había acatado, aunque no aceptado con fervor, el nuevo régimen, el desvío creciente del mismo hacia la dictadura marxista hizo que concluyera el margen amplio de confianza temporal que a la República dieron las fuerzas armadas.

La tensión ambiental cada día mayor, tanto por la marcha de los acontecimientos como por el lenguaje amenazador de que se hacía gala en el Congreso de los diputados, por los ministros, como el señor Casares Quiroga, o por diputados, como Dolores Ibárruri, «la Pasionaria», obscurecieron la atmósfera hasta hacer inevitable la tormenta, con todo su aparato ruidoso y sangriento de destrucción y de muerte.

Las amenazas se consumaron y adquirieron su cota cualitativa más alta el 13 de julio de 1936. Aquella noche, un grupo de guardias de asalto, de uniforme y con vehículo oficial de servicio, detenía sin mandamiento judicial, y asesinaba más tarde a don José Calvo
Sotelo, jefe de la Oposición monárquica. La selección de la víctima parece que fue obra de la masonería, que en el antiguo y eficaz ministro de Hacienda de la Dictadura veía un jefe político de incalculable dotación y con capacidad y prestigio para unir a los españoles que no se resignaban a la esclavitud de la nueva tiranía.
Si Calvo Sotelo era el hombre que podía detener y desbaratar los planes de las fuerzas secretas para con España, había que  eliminarle sin compasión alguna.

Todas las causas y antecedentes de la guerra española de liberación que se inicia con el Alzamiento cívico-militar del 18 de julio de 1936, coinciden, para justificarlo, en el magnicidio de don José Calvo Sotelo. Ante su cadáver, atravesado por las balas del oficialismo y del Frente Popular, que le aplaudía por una parte, y le hacía eco por otra, no había más opciones que éstas: o claudicar renunciando a la lucha, o luchar para no seguir claudicando.

Comenzó así, y aquel día de verano caluroso, una lucha a la que no puede negarse, por el enfrentamiento que supuso a nivel interno y entre españoles, su carácter de contienda civil. Pero la guerra de los mil días contra el «imposible histórico» superó la frontera de lo nacional para convertirse en un capítulo apasionante de la guerra civil que hoy conmueve al planeta todo. La guerra de España se inscribe en la Historia de una guerra civil universal, que uno de nuestros escritores más conocidos, José María Pemán, describió en los versos viriles de su «Poema de la bestia y el ángel».

La causa última y decisiva de la guerra española está ahí, en la confrontación beligerante, a vida o muerte, de dos concepciones antagónicas acerca del hombre y su destino, y acerca de la comunidad política y de su hechura. Aunque pudiera parecer exagerado a un espíritu racionalista, la verdad es que o la guerra de España, con su tremenda dureza, su caudal de heroísmo, su martirologio ejemplar, se contempla en el paisaje que va del Génesis al Apocalipsis, o carece de explicación y sería el resultado de una locura colectiva.

Sólo el primer enfoque, y la vitalidad de la causa última, justifican muchas cosas: que el mundo entero viviese nuestra guerra, aun a nivel personal, cómo si fuese una guerra propia, en la que cada uno se había embanderado; que aquí vinieran a combatir, para no volver a sus casas o volver mutilados, hombres de todos los países, que entendían que esta batalla, en uno u otro bando, era la suya; que ante la enorme inversión de sacrificio de la contienda, se produjeran auténticas conversiones por parte de quienes, partícipes u observadores a distancia, sintieron en la profundidad de su ser los valores humanos y teológicos que en ella y con ella se decidían; que sobre la guerra española se haya escrito y se siga escribiendo mucho más, y más en términos de compromiso ideológico, 

Que sobre ninguna otra; que se afirme, sin contencioso alguno que pueda ponerlo en duda, que dicha guerra, librada sólo físicamente en territorio español, es más importante para el mundo, por su alta significación doctrinal, que el último conflicto entre las potencias aliadas y el eje Roma-Berlín; que esta confrontación, a pesar de sus genocidios y destrucciones, y de la alteración del mapa político, no hizo otra cosa que plantear de un modo más intenso y extenso el drama esencial de la guerra española; y que la Iglesia, a través de la carta colectiva del episcopado español, de 1937, y de las declaraciones reiteradas del Vicario de Cristo en la tierra, la calificasen de cruzada, es decir, de guerra santa, en defensa del altar y de la Patria.

BLAS PIÑAR LÓPEZ



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