Ramon Salas Larrazabal, fue general de Avizción. Durante la guerra civil luchó en el campo nacional, primero en el tercio de Santa Gadea y, finalizadad la campaña del norte, en Aviación. Participó en julio de 1941 en el ataque contra Moscú en la "Escuadrilla Azul".
El punto de partida
En la España
de la primera mitad del siglo todavía se creía en la necesidad y aun en la
conveniencia de recurrir a los militares para derribar y sustituir a gobiernos
desacertados. Contra la dictadura del general Primo de Rivera, surgida de un
golpe militar, conspiraron otros militares que protagonizaron sucesivamente la «Sanjuanada»
de 1926, la sedición artillera de ese mismo año, la rebelión de Sánchez Guerra
de enero de 1929 y muchas otras conjuras que no llegaron a estallar.
Al caer el dictador las confabulaciones siguieron y se
produjeron las sublevaciones de los capitanes Galán y García Hernández en Jaca
el 12 de diciembre de 1930 y la que tres días más tarde encabezaron el general
Queipo de Llano y el comandante Franco en Madrid, ambas propiciadas por el
comité revolucionario en que se agrupaban republicanos y socialistas.
Instaurada la
República se mantuvo un dilema similar y, militares extremistas
de derecha e izquierda, conspiraron contra el nuevo régimen aunque con escasas
posibilidades por falta de apoyos en la sociedad y en el Ejército. Los
militares, escarmentados por las consecuencias de la actuación de las juntas de
defensa y de la dictadura, se habían replegado a sus cuarteles, convencidos de
que incumbía a los políticos la tarea de gobernar y al sistema regular la sucesión
de los partidos en el poder y así los oficiales izquierdistas que en julio de
1931 apoyaron las algaradas anarcosindicalistas en Andalucía se encontraron tan
desasistidos de sus compañeros como en agosto del año siguiente lo serían los
generales Sanjurjo y Barrera cuando se sublevaron contra el Gobierno.
Dos años después, como respuesta al triunfo de las derechas
en las elecciones, fueron de nuevo las izquierdas las que se lanzaron a la aventura
revolucionaria, creyendo contar con la colaboración de elementos militares que,
en su mayoría, como en las ocasiones anteriores, no harían honor a sus
compromisos a la hora de la verdad.
Todas esas intentonas tuvieron la misma finalidad, impedir
que continuaran en el poder quienes legítima o ilegítimamente lo ocupaban.
Contra la dictadura de Primo de Rivera podía alegarse que se trataba de un
régimen impuesto por la fuerza y que era justo usar el mismo procedimiento para
derribarle. Contra los gobiernos que la sucedieron, que habían expresado de
modo inequívocamente sincero su deseo y voluntad de convocar elecciones libres,
las razones ya no resultaban tan claras y carecían totalmente de apoyo jurídico
quienes en 1931, 1932 y 1934 se levantaron contra gobiernos legamente
constituidos.
Todos los partidos, en mayor o menor grado, estaban
persuadidos de que sólo el régimen por ellos preconizado tenía títulos suficientes
para gobernar. Los demás estaban descalificados para esa función y era
perfectamente legítimo recurrir a cualquier procedimiento para restablecer o
instaurar el único orden posible: «Todos los pronunciamientos militares estaban
preparados, buscados, cobijados y aprovechados, si triunfaban, por partidos políticos,
por grupos políticos o por hombres políticos.» Esta frase de Azaña también
podría aplicársele.
El dijo: «Los elementos de la CEDA y los agrarios no tienen
títulos políticos para ocupar el poder, aunque tengan número en el Parlamento
para sostenerse», y en otra ocasión añadió: «Al poder se llega por dos caminos:
o por las vías del sufragio o por las vías de la revolución... Si un día viéramos
a la República
en poder de los monárquicos, más o menos disfrazados, y para justificarlo se me
aludiera a un artículo constitucional, yo lo protestaría... Entonces diría que
se había acabado la época de los errores y había comenzado la época de las traiciones;
entonces estaríamos desligados de toda fidelidad, no ya al sistema que se
sigue, sino al contenido mismo del régimen y a sus bases fundamentales, y sería
hora de pensar que habiendo fracasado el camino del orden y de la razón,
habríamos de renunciar a la renovación de España o habríamos de conquistar a pecho
descubierto las garantías de que el porvenir no volvería a ponerse tan oscuro»
.
En este ambiente de intransigencia la intolerancia dejó de
ser usufructo de los grupos extremistas y hasta los más sedicentemente liberales
creyeron, alternativamente, que el sistema estaba lo suficientemente viciado
como para que el uso de la violencia para derribarle quedara plenamente
justificado.
Como el monopolio de las armas lo tenía el Estado, y dentro
de él sus instituciones militares, todos hacían esfuerzos para conquistar en su
interior «cabezas de puente» que permitieran, en su momento, afrontar con
posibilidades de éxito una situación revolucionaria.
Cuando mandaban las derechas eran los grupos de izquierda quienes
preparaban «su» rebelión y cuando eran las izquierdas las que estaban en el poder
las tornas se invertían. Sin embargo había un claro matiz diferencial. Disponer
de fuerzas militares para la ocasión, exigía contar con algunos de sus jefes y
éstos, muy mayoritariamente, estaban muy poco dispuestos a ninguna aventura en
la que podían jugarse la vida, y, por supuesto, la carrera.
No obstante las cosas comenzaron a cambiar a partir de
octubre de 1934. En él se abrió un hondo foso entre la izquierda, que de una u
otra forma se sumó a la rebelión o la vio con simpatía, y las Fuerzas Armadas
que la vencieron y reprimieron. Ese clima moral permitió que los reducidos
grupos conspiratorios, cuyos hilos dentro del Ejército manejaban los miembros
de la llamada Unión Militar Española (UME), empezaran a tener una mayor
audiencia dentro de los cuarteles y que comenzara a aparecer como posible un
levantamiento militar de mucha mayor importancia y transcendencia que los
precedentes, aunque ese mismo peligro dio animación y nueva vida a los grupos
de militares izquierdistas que, a su vez, se agruparon en la Unión Militar
Republicana Antifascista (UMRA).
Después de febrero las muchas conspiraciones en curso, que
con objetivos diferentes y sin contactos entre sí, estaban prácticamente reducidas
a la inoperancia, recibieron un notable impulso cuando el general Mola fue
relevado del mando de las Fuerzas Militares de Marruecos y enviado a Pamplona
al frente de la 12 Brigada de Infantería.
A su paso por Madrid estableció contactos con una denominada
junta de generales y se dio cuenta de que nada serio se estaba gestando contra
el Frente Popular y convencido de que éste daría paso a la revolución, decidió
ponerse al frente de la conjura y se dio a sí mismo el título de «Director»,
aunque aceptando la superior autoridad del teniente general Sanjurjo, exilado
en Portugal.
Estableció como objetivo político de la revuelta en proyecto
la formación de un directorio militar que restablecería la paz social y daría
paso a una situación constituyente de carácter liberal restringido que
prohibiría los partidos y agrupaciones «que reciben su inspiración del
extranjero». El directorio gobernaría por decreto en régimen de dictadura
republicana y se comprometía a no cambiar el régimen.
En lo militar su plan consistía en hacer converger sobre
Madrid fuerzas de las divisiones 5.“, 6.“ y 7.“, mientras las de la 4." mantenían
el orden en Cataluña, las de la 8.“ cooperaban con la Brigada de Asturias, las
de la 3.“ ayudaban a las de la 4.a y flanqueaban a las que confluirían sobre
Madrid y las de la 2.“ servirían de base para las tropas de Marruecos que
desembarcarían en Málaga y Algeciras.
El plan tropezó ya en su fase de preparación con crecientes dificultades
al materializarse numerosas resistencias activas y pasivas. Aquéllas,
protagonizadas por los afiliados a la
UMRA , que eran un par de millares de oficiales y
suboficiales, y éstas, por la mayoría de los jefes de mayor graduación, que no
deseaban salirse de la disciplina, actitud en la que eran secundados por la casi
totalidad de la oficialidad procedente de tropa, puros profesionales, y muchos
de academia.
Así las cosas, al iniciarse las sublevaciones en Melilla el
17 de julio de 1936, apenas hubo guarnición en que no se produjeran rebeliones
o conatos de ellas y ninguna en la que no tropezaran con la oposición de alguno
o muchos de sus compañeros.
Esta fue la causa de que fracasara en muchas guarniciones y
muy especialmente en las más importantes, en las que el Gobierno había tomado
medidas precautorias situando jefes de su confianza y sustituyendo a la casi
totalidad de la oficialidad de las fuerzas del Cuerpo de Seguridad y Asalto,
cuyos destinos se cubrían por elección. De esta forma triunfó en Madrid,
Barcelona, Valencia, Bilbao, Málaga, Murcia y Cartagena, siete de las once
ciudades que entonces tenían más de 100000 habitantes. Sólo en cuatro de ellas
—Sevilla, Zaragoza, Granada y Córdoba- el éxito fue de los rebeldes y este
hecho les ponía en graves dificultades.
Al producirse estos acontecimientos las Fuerzas Armadas
estabanasí estructuradas:
Fuerzas dependientes
del Ministerio de la Guerra
Ejército de la península e islas adyacentes.
Fuerzas Militares de Marruecos y del Majzen.
Fuerzas de Orden Público —orgánicamente dependían de Guerra,
para empleo de Gobernación o de Hacienda—.
Fuerzas Aéreas —orgánicamente dependientes de la Dirección
General de Aeronáutica del Ministerio de la Guerra , para empleo del
Ejército, Marina, o Comunicaciones—.
Fuerzas dependientes
del Ministerio de Marina
Guarniciones de las Bases Navales y del Ministerio.
Flota.
Fuerzas Navales de África.
Comisiones en Canarias, Baleares, África Ecuatorial y
Servicios en aguas jurisdiccionales.
El Ejército territorial lo constituían ocho divisiones
orgánicas —Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Burgos, Valladolid y
La Coruña- de
composición similar —dos brigadas de Infantería, una de Artillería y tropas
divisionarias de Caballería, Ingenieros, Sanidad e Intendencia—; una división
de Caballería (Madrid), con tres brigadas —Palencia, Barcelona y Vitoria—; tres
brigadas de Montaña Barcelona, Bilbao y
Oviedo—; tropas de las Comandancias Militares de Baleares y Canarias;
guarniciones de las Bases Navales; y unidades de cuerpo de ejército; sus efectivos
en plantilla eran 117.385 hombres.
Las Fuerzas Militares de Marruecos estaban constituidas por
el Tercio —dos legiones a tres banderas—; las Fuerzas Regulares Indígenas
—cinco grupos de tres tábores—; seis batallones de cazadores; dos grupos de
ametralladoras y sendas comandancias de Artillería, Ingenieros, Intendencia y
Sanidad. Las Jalifianas estaban integradas por cinco Mehal’las y otras tantas
Mezhanias. En las posesiones existía el batallón de tiradores de Ifni, la
policía del Sahara y la guardia colonial de Guinea. En total 47.127 hombres.
Las fuerzas del Orden Público se repartían entre la Guardia Civil , el
Cuerpo de Carabineros y el Cuerpo de Seguridad y Asalto. En total 67. 300
profesionales con un alto nivel de disciplina y eficacia.
Las Fuerzas Aéreas, integradas en la Dirección General
de Aeronáutica, estaban constituidas por el Servicio de Aviación Militar, la Aeronáutica Naval ,
la Aviación Civil
y el Servicio Meteorológico Nacional.
El Servicio de Aviación Militar lo mandaba el general jefe
de Aviación, puesto que estaba sin cubrir, y que desempeñaba el jefe de la
oficina de mando que tenía a sus órdenes tres escuadras aéreas (Madrid, Sevilla y Barcelona) con 26
escuadrillas y unos 300 aviones de los que 60 eran cazas, 20 hidros, media
docena polimotores y todos los demás aviones de reconocimiento; la Aeronáutica Naval
disponía de 9 escuadrillas con 107 aparatos de los que 53 eran hidros de reconocimiento,
9 de caza y 27 torpederos; y la Aeronáutica Civil con los 22 aviones de la LAPE (Líneas Aéreas Postales Españolas),
de los que 13 eran modernos polimotores fácilmente transformables en
bombarderos de primera calidad.
—Jaime I y España—,
de los que uno estaba en servicio y el otro, el
«España»,
pendiente de ser dado de baja; siete cruceros, de los que cuatro —Miguel de
Cervantes, Almirante Cervera, Libertad y Méndez Núñez- constituían la división
de cruceros de la flota, aunque el «Cervera» estaba en dique seco y el «Méndez
Núñez» en Guinea y los otros tres estaban fuera de servicio: el «Canarias», que
debía entrar en servicio en el segundo semestre del año; el «República», que
estaba necesitado de una seria reparación; y el «Baleares», en construcción,
aunque muy avanzada; diecisiete destructores, de los que ocho de la serie
Sánchez Barcaiztegui constituían la flotilla de destructores, cuatro de la
misma serie entrarían en servicio a finales de año, dos en construcción muy avanzada
y tres antiguos, afectos a las escuelas y doce submarinos, seis del tipo C en
Cartagena y seis del tipo B —cuatro en Baleares y dos en Cartagena—.
Completaban las Fuerzas Navales cinco cañoneros, once torpederos y diferentes
buques auxiliadores. Entre sus dotaciones, las guarniciones de las Bases
Navales y los efectivos de los cuerpos a extinguir, 21.975 hombres.
En total las Fuerzas Armadas tenían unos efectivos de 259.094
individuos, de los que 231.812 servían en las Fuerzas Terrestres del Ejército y
de Orden Público, 5.307 en el Servicio de Aviación Militar y los restantes en la Marina.
Cuando el 24 de julio se constituyó en Burgos la Junta de Defensa Nacional,
el general Sanjurjo, cabeza de la rebelión, había muerto y toda la estructura
militar de preguerra se había venido abajo.
De las Fuerzas Terrestres habían quedado de su lado una
fracción mayoritaria de la 2ª división, que dejaba fuera los medios humanos y
materiales de las guarniciones de Málaga y Almería y de las menos importantes
de Huelva y Jaén; la 5ª división completa; la 6ª salvo las guarniciones de San
Sebastián, Bilbao y Santander; la 7ª sin más excepción que la de su batallón de
ingenieros zapadores minadores; la con
idéntica limitación; la mitad de la
Brigada de montaña de Asturias, aunque cercada; fracciones
importantes de la II
Brigada de montaña; la
I y III Brigadas de la división de Caballería; las fuerzas de
las Comandancias Militares de Canarias y Baleares, con exclusión de las de
Menorca y las Fuerzas Militares de Marruecos.
De las Fuerzas de Orden Público pudieron disponer de los efectivos
y medios de unas 40 de las 106 compañías de carabineros; de 107 de las 220
compañías y escuadrones de la
Guardia Civil y de 7 de los 18 grupos de Seguridad y Asalto.
En resumen, un 53 % del Ejército territorial, un 47 % de las
Fuerzas de Orden Público y la totalidad de las africanas. Un balance optimista
que se quebraba por la dispersión de todo ese potencial repartido en núcleos
aislados entre sí y con muchas dificultades para prestarse apoyo mutuo porque la Marina y la Aviación estaban en
proporción apabullante al lado del Gobierno.
Después de que en la flota se produjera el amotinamiento de
las tripulaciones contra sus jefes naturales, los buques, en su práctica totalidad,
se pusieron a disposición del ministro de Marina, que pudo contar con un
acorazado, tres cruceros, 16 destructores, 12 submarinos y 7 torpederos, en tanto
los sublevados sólo pudieron disponer de un acorazado, fuera de servicio; un
crucero, en dique seco, dos en construcción y uno inutilizado; un viejo destructor
semi-inútil; cuatro minadores en grada y otros tantos cañoneros y torpederos,
proporción que daba al Gobierno el dominio absoluto del mar. En Aviación, las
cosas, sin ir tan lejos, también se saldaban con notable desventaja para los
rebeldes. De los 450 aviones disponibles, unos 350 quedaron del lado del
Gobierno.
Ambos hechos situaban a los sublevados en una difícil
posición.