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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

Mayo de 1937: El aplastamiento de la revolución

Víctor Alba fue militante del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), ejerció de profesor universitario, escritor y periodista. Durante la guerra, dirigió “La Batalla”, órgano de POUM. Al finalizar la guerra estuvo encarcelado por sus actividades políticas por el gobierno de Franco durante seis años.

Dos periodos diferenciados
Para los republicanos, la guerra civil se divide en dos períodos perfectamente diferenciados: el primero comprende los diez primeros meses, durante los cuales se abortaron las rebeliones militares en Barcelona, Madrid, Valencia, Bilbao, se estabilizaron las líneas de separación militar entre las dos zonas, se perdió Málaga, fracasó la expedición a Mallorca, se ganó la batalla de Guadalajara -la única victoria militar de la República--, y se salvó Madrid. En este período, tras un gobierno Giral de transición, Largo Caballero presidió .el gobierno, en el cual había ministros republicanos, socialistas, comunistas y, por primera vez, cenetistas. La sede se trasladó de Madrid a Valencia. El segundo período comprende los distintos gobiernos Negrín -sin cenetistas ni socialistas caballeristas-, y durante él se conquistó y perdió Teruel, los «nacionales» o franquistas cortaron la zona republicana en dos, por Vinaroz, se perdió todo el norte (País Vasco, Santander y Asturias), se perdió la batalla de Teruel y el gobierno se trasladó de Valencia a Barcelona.

Finalmente, se perdieron Cataluña, el Centro y la guerra. La separación entre los diez meses del primer período y los veintitrés del segundo se halla en los acontecimientos de mayo de 1937 en Barcelona, que determinaron el fin del gobierno de Largo Caballero y el paso de la etapa revolucionaria a la etapa contrarrevolucionaria de la guerra civil.

Durante los primeros diez meses de la contienda, el ejército republicano fue, globalmente, de voluntarios, con mandos improvisados y unos pocos profesionales en las alturas. Se colectivizaron las empresas abandonadas por sus dueños, se estableció en Cataluña una industria de guerra, la Generalitat ejerció, por imperio de las circunstancias, funciones que no le estaban asignadas por el Estatuto de autonomía -comercio exterior, control bancario, derecho de indulto, emisión de moneda local, incluso funciones de defensa o militares-. En ese período, además, se colectivizaron las tierras abandonadas por sus dueños o administradores y se establecieron colectividades agrarias en Aragón y algunos otros lugares. Un hecho importante de este periodo fue la aceptación por parte de la CNT -organización tradicionalmente no sólo apolítica, sino antipolítica- de su participación primero en el gobierno de la Generalitat, después en el gobierno central.

Las dos tesis opuestas

La tesis de la CNT, del POUM y, de modo menos declarado, de la izquierda socialista (caballerista) era que la guerra solamente podía ganarse si se mantenían y extendían las medidas revolucionarias, las principales de las cuales -formación de milicias, colectivizaciones- fueron adoptadas en los primeros días después de la rebelión de modo espontáneo, por la base, sin esperar orientaciones de las direcciones de los partidos y centrales sindicales.

Frente a esta posición que, repito, sostenía que la revolución y la guerra eran inseparables, que sin la primera no se podía ganar la segunda, estaban los que afirmaban que la guerra sólo podía ganarse si se renunciaba a la revolución y se volvía al estricto orden republicano (el mismo que había hecho posible el estallido del alzamiento militar). Defendían esta posición, ante todo, los comunistas (porque una revolución hecha fuera de los modelos soviéticos demostraría que tales modelos no eran los únicos posibles, y porque a la diplomacia soviética no le convenía alarmar a los gabinetes conservadores de Europa), y algunos socialistas de derechas (como el doctor Juan Negrín, ministro de Hacienda que hizo trasladar a la URSS las reservas de oro del Banco de España), así como los partidos republicanos, aunque éstos sin tomar abiertamente partido, igual que no lo tomaron muchos socialistas de derechas (Prieto, Besteiro). Los defensores de esta tesis sostenían que había que sustituir las milicias voluntarias por un ejército regular (que llamaron «popular» para disimular su carácter convencional), que debían desmontarse las colectivizaciones y que debía fortalecerse el centralismo, quitando a los gobiernos catalán y vasco las funciones que las circunstancias de la guerra les habían hecho asumir.

Los partidarios de la tesis revolucionaria replicaban que la inferioridad en técnica militar (con ser deficiente la del ejército alzado), en armamento y en ayudas exteriores sólo podía compensarse por el entusiasmo, el espíritu de sacrificio y la disciplina voluntaria, que a su vez sólo podían mantenerse mediante medidas revolucionarias. Los partidarios de la tesis contrarrevolucionaria afirmaban, por su parte, que sólo cabía esperar ayuda de las democracias (que de todos modos no llegó), si no se las alarmaba con actitudes revolucionarias.

Además, sostenían que un ejército regular, por reclutas, sería más eficaz que las milicias, y que la industria y la tierra en manos ya de sus dueños tradicionales, ya del gobierno, sería más productiva.

De diciembre a mayo

Aunque las milicias fueran siendo sustituidas por el ejército regular y los comités surgidos en julio por los nuevos ayuntamientos, mientras persistieran las colectivizaciones podía considerarse que quedaban abiertas las perspectivas revolucionarias. Por esto, los republicanos -cuya influencia disminuía porque el pueblo los consideraba responsables de haber permitido el alzamiento- y sobre todo los comunistas, dirigieron ante todo sus críticas a las colectivizaciones. Los comunistas lo hicieron respondiendo a las consignas de Stalin, reflejadas en una carta de éste a Largo Caballero que le entregó el embajador soviético Rosenberg (luego ejecutado en la URSS); afirmaron que en España no debía haber revolución, que el momento no era propicio para ella. Los dos arietes contra las colectivizaciones fueron el ministro de Agricultura Uribe (comunista), que puso obstáculos a que se extendieran fuera del campo aragonés, y el ministro de Hacienda, Negrín (socialista de derechas), que negó sistemáticamente créditos a las empresas colectivizadas y dificultó la compra por las mismas de materias primas en el extranjero, lo cual le valió que los comunistas lo consideraran como una alternativa a Largo Caballero, que cada día se mostraba más firme en impedir la extensión de los mandos comunistas en el ejército.

Mientras Largo Caballero y cuatro ministros cenetistas siguieran en el gobierno no era posible un ataque frontal contra las medidas revolucionarias.

La ocasión se presentó en abril y mayo de 1937, cuando hubo choques entre cenetistas y comunistas en varios lugares de Cataluña y cuando fue asesinado misteriosamente Roldán Cortada, secretario de la UGT catalana (y, por cierto, opuesto a la política contrarrevolucionaria, lo que hizo que las motivaciones del crimen no aparecieran muy claras). En su diario La Batalla el POUM advertía que se preparaba una provocación contra los trabajadores. El POUM podía verlo más claramente, porque muchos de sus militantes habían sido comunistas en el pasado y conocían mejor los métodos estalinianos. Ya en diciembre, el cónsul soviético en Barcelona, Antonov Ovseenko (luego ejecutado en la URSS), impuso a Companys, presidente de la Generalidad, que saliera del gobierno de la misma su consejero de Justicia, Andreu Nin, secretario político del POUM (el secretario general de este partido, Joaquín Maurín, se hallaba preso y condenado a muerte en la zona franquista). Los comunistas y su partido en Cataluña, el PSUC, afirmaban que el POUM era trotskista (cosa falsa y que a los ojos de los comunistas era como decir que eran el diablo). El POUM había denunciado los «procesos de brujería» de Moscú ordenados por Stalin contra los compañeros de Lenin y esto no se lo perdonaban en Moscú.

La provocación llegó el 3 de mayo, cuando el jefe de policía de Barcelona, el psuquista Rodríguez Salas, ordenó a la policía que tomara el edificio de la Telefónica, so pretexto de instalar en él un delegado de la Generalidad -que en realidad ya estaba instalado desde hacía días. Cuando se supo la noticia, la masa de cenetistas se echó a la calle, levantó barricadas en torno a los locales del PSUC y en las calles que conducían al palacio de la Generalidad.

Durante seis días hubo tiroteos en la ciudad, y sin duda se habría tomado el poder de haberse atrevido los dirigentes cenetistas. Pero éstos, cediendo a los imperativos de la guerra, lanzaron por radio llamamientos a los que estaban en las barricadas para que regresaran a sus casas, y como ya no había objetivo para seguir en la calle, finalmente cesó la lucha, que dejó un centenar de muertos (entre ellos el secretario de la UGT, Antonio Sesé). Cinco mil guardias de asalto llegaron de Valencia -mandados por comunistas, sin que Largo Caballero conociera su filiación. 

En dos días hubo centenares de detenciones y muchos asesinados: Alfredo Martínez, secretario general de las Juventudes Libertarias; el anarquista italiano Camilo Bernieri; el comunista disidente austríaco Kurt Landau, al mismo tiempo que se ejecutaba a miembros poco conformistas de las Brigadas Internacionales, so pretexto de indisciplina. El aparato de propaganda comunista afirmó en todo el mundo que los cenetistas y poumistas habían llevado a Barcelona unidades del frente, dejando a éste abandonado, pero nada de ello era cierto. Se dijo también que los hechos de mayo fueron provocados por agentes franquistas, pero en Salamanca el embajador alemán escribía a su gobierno que en realidad solamente tenía a trece agentes en la ciudad condal.

Después de los hechos de mayo, los ministros comunistas pidieron en consejo que se disolviera al POUM (la CNT era demasiado fuerte para que pudiera pensarse en ello y tenía ministros en el gabinete). Largo Caballero contestó que si había alguna acusación contra el POUM podía presentarse denuncia a la justicia y ésta decidiría, pero que él, como jefe del gobierno y como militante socialista, no estaba dispuesto a disolver una organización obrera.

Ante esta respuesta, los ministros comunistas abandonaron el gobierno. Largo Caballero quiso sustituirlos, pero Negrín y Prieto (que vieron en esa situación una oportunidad de librarse del Viejo dirigente de la izquierda socialista) afirmaron que el gobierno estaba en crisis y los ministros republicanos los siguieron. Largo Caballero, apoyado sólo por dos socialistas y los cuatro cenetistas, tuvo que dimitir (15 de mayo). Dos días después, tras una tentativa frustrada de formar un gobierno solamente con la UGT y la CNT, el presidente Azaña encargó al doctor Juan Negrín la formación del gobierno. Seguían en éste los ministros republicanos, los de la derecha socialista y los comunistas, y salían los cenetistas y los caballeristas.

La revolución había terminado, aplastada por los guardias de asalto bajo mando comunista y por inspiración, sobre todo, de los comunistas. Había llegado el momento de empezar la represión, que la Pravda de Moscú prometía que sería tan severa como lo estaba siendo en la URSS, en aquellos meses, contra los viejos bolcheviques críticos de la política de Stalin.
  
Las consecuencias de la represión

La persecución que se inicia con el gobierno Negrín y que persistirá, más o menos disimulada, hasta el final de la guerra tiene distintas motivaciones.

Para los republicanos y la derecha socialista se trata de desmantelar las colectivizaciones, cosa que se hace convirtiendo a unas en meras cooperativas, interviniendo otras (como las industrias de guerra de Cataluña) y tratando de asfixiar las que subsisten.

Para esas mismas tendencias más los comunistas, se trata también de debilitar a las fuerzas favorables a las colectivizaciones. Largo Caballero se encuentra de hecho sometido al silencio y recluido en su casa; se inician una serie de procesos contra elementos de la CNT, -los llamados de los «cementerios clandestinos»- y se toman por la fuerza ciertos locales cenetistas; persecución contra el POUM, al que se acusa de ser «agente de Franco y Hitler»; traslado del gobierno a Barcelona, donde está el centro de resistencia a las medidas contrarrevolucionarias y donde la Generalidad ve con inquietud que su tácita y transitoria alianza con el PSUC trae como consecuencia una constante restricción de sus funciones por parte del gobierno central, hasta dejarla reducida a un organismo casi folklórico.

Para el gobierno, se trata de impedir cualquier crítica hacia la
URSS, porque ésta es la fuente casi única de armamento. Esto induce al gobierno a plegarse a las exigencias de los consejeros militares soviéticos, pocos en número, pero apoyados por la constante amenaza de reducir los envíos de armas si no se siguen sus «consejos». Prieto, que intenta oponerse a esta sumisión, desengañado va de la esperanza de que Neorín siguiera sus orientaciones, acaba siendo eliminado de su cargo de ministro de la Guerra y enviado a Chile en misión ceremonial. Esta sumisión, según algunos (entre ellos el ex ministro comunista Jesús Hernández) tuvo como consecuencia que, cuando Stalin comenzó a lanzar globos sonda en Berlín, que acabarían con el pacto Hitler- Stalin de 1939, y quiso demostrar al Führer que la URSS no tenía ambiciones al oeste de Alemania, los consejeros soviéticos impusieran al Estado Mayor republicano la operación del Ebro, sin posible finalidad estratégica, que acabó destrozando los efectivos en hombres y material del ejército republicano, con lo que la victoria de Franco se hizo inevitable y, con ello, se facilitó el acuerdo entre el Tercer Reich y la Unión Soviética.

Por parte de los comunistas, la persecución tenía todas esas motivaciones, más otras peculiares suyas. Por un lado, satisfacía, al oponerse a las fuerzas revolucionarias, a su clientela; el PC, en efecto, había hinchado enormemente sus efectivos y en un país donde ya antes toda la clase trabajadora estaba organizada en sus
dos grandes centrales, sólo podía nutrirse de la clase media que ya no se sentía representada por los partidos republicanos. Por otra parte, el PC quería llegar a fusionarse con el PSOE; para ello el gobierno,,_por medio de una acción policíaca, sustituyó la
Comisión Ejecutiva de la UGT (caballerista), por una prietista y comunista; conquistada así la UGT, el PC propuso la fusión con el PSOE, pero esto despertó tal alarma entre los socialistas -Prieto incluido- que Negrín tuvo que hacer marcha atrás y dar largas al asunto.

Finalmente, para el PC y también la NKVD (la policía política soviética antecesora de la actual KGB), se trataba de deshacerse de un partido disidente -el POUM- que, sin ser poderoso, era fuerte y respetado, y de aprovechar esto para «demostrar», con un proceso contra el POUM, que los procesos de Moscú contra viejos bolcheviques no eran un fenómeno ruso, sino que tenían lugar dondequiera que antiguos comunistas se apartaban de la Tercera Internacional y caían, por ende, en manos del fascismo. Para «demostrar» esto era necesario que un poumista importante «confesara» haber colaborado con Franco, como los viejos bolcheviques de Moscú «confesaron» haber colaborado con el fascismo. Policías comunistas llegados de Madrid secuestraron a Andreu Nin, secretario político del POUM (21 de junio de 1937) y detuvieron a los miembros del Comité Ejecutivo de este partido.

Nin fue conducido a Alcalá de Henares, a una prisión particular del PC, fue torturado y murió sin «confesar» nada. La desaparición de Nin, hombre prestigioso en todo el mundo obrero, despertó tal oleada de protestas y de comisiones internacionales llegadas a España para investigar su suerte, que el gobierno tuvo que limitarse a someter a juicio a los dirigentes del POUM sin tratar de obtener de ellos «confesiones». El proceso ante un tribunal especial tuvo lugar en Barcelona en octubre de 1938.

El tribunal disolvió el POUM y sus juventudes, y condenó a diversas penas a sus dirigentes, por haber participado en los hechos de mayo, pero reconoció explícitamente que todos ellos eran probados antifascistas y que no había prueba alguna de que hubiesen colaborado con Franco, como pretendían el fiscal y la propaganda comunista. Entre tanto, los poumistas tenían que refugiarse en unidades con mandos de la CNT, pues los que caían en unidades con mandos comunistas eran asesinados y luego dados oficialmente como «muertos al intentar pasarse al enemigo». A finales de 1938 había en la prisión Modelo de Barcelona más presos antifascistas que de la quinta columna y el socorro blanco.

Todo esto no podía dejar de tener consecuencias. Aparte del desprestigio ante la opinión internacional de izquierdas y las armas propagandísticas que daba a Franco, esta persecución desmoralizó a los trabajadores. Companys reconocía que la productividad en la industria había disminuido, a principios de 1938, en un 40 por ciento, y Rodríguez Vega -el comunista dueño de la «nueva» UGT- reconocía a mediados de 1938 (es decir, al cabo de un año de la ofensiva contra las colectivizaciones) que la producción industrial era «la mitad de la normal».

Eso sí, por las calles deambulan los oficiales republicanos con uniforme hecho a medida, los funcionarios y sus esposas ostentan sombrero -por indicación del gobierno-, y el mercado negro se generalizaba. Se aceleraron, al mismo tiempo, las derrotas, que culminaron en la de la batalla del Ebro, la caída de Cataluña y la guerra civil dentro de la guerra civil, entre comunistas y los demás en la zona centro-sur, en marzo de 1939.

Los hechos olvidados

Abundan los hechos que suelen olvidarse por cuantos hablan o escriben sobre la guerra civil, en cualquiera de sus bandos, y que los acontecimientos de mayo de 1937 hubieran debido poner de relieve.

En primer lugar, era evidente -en contra de lo que se ha venido afirmando- que el alzamiento no era inevitable. Se hablaba de su proximidad, la policía de la Generalitat descubrió la trama y la puso en conocimiento del gobierno de Madrid, pero éste no hizo nada. Si se hubiesen tomado medidas contra los conspiradores, el alzamiento habría abortado, El mismo resultado habría tenido una enérgica política de reformas -las contenidas en el programa electoral del Bloque Popular. Fue su falta lo que provocó desórdenes en el campo y las calles y suscitó enfrentamientos entre fascistas e izquierdistas, antes del golpe, con la serie de asesinatos que sirvieron de pretexto al mismo. Fueron las medidas que, de hecho, aplicó el pueblo en la zona republicana cuando estalló el movimiento subversivo.

Ahí hay otro hecho olvidado: el de la espontaneidad popular. Las medidas revolucionarias no fueron dictadas por sindicatos 0 partidos, sino adoptadas espontáneamente por asambleas de obreros en las empresas, por grupos de activistas en las poblaciones. La formación de comités, las colectivizaciones, la organización de las milicias fueron actos de la base más que de las direcciones.

Esto entronca con otro hecho echado de lado. Se ha repetido que
el alzamiento dividió a España en una zona agrícola -la «nacional»- y otra industrial -la republicana-. Más cerca de la verdad es ver que esta división obedeció a la entrega o negativa de armas a militantes de partidos o sindicatos por parte de las autoridades republicanas. Allí donde la hubo, el alzamiento fracasó; allí donde se negaron las armas, el alzamiento triunfó. Incluso allí donde las fuerzas de orden público -guardia de asalto y guardia civil- salieron a combatir a los alzados, lo hicieron solamente cuando vieron que grupos populares armados estaban ya luchando en la calle. Nunca tomaron la iniciativa de reprimir por su sola cuenta el alzamiento.

Otro hecho olvidado es el del oro enviado a Moscú. Más bien, en torno a él se ha levantado la falacia de la desinteresada ayuda soviética a la República. La verdad es otra. Hitler y Mussolini ayudaron a Franco vendiéndole armas a crédito por valor de 600 millones de dólares de la época, que se estaban pagando aún al terminar la Segunda Guerra Mundial. La URSS vendió armas a la República pagadas por adelantado con el oro de las reservas del Banco de España, valorado en 550 millones. Pues bien, pese a la virtual igualdad del coste de la ayuda en ambos mandos, el franquista tuvo siempre superioridad -de 1 a 5 y hasta en ciertas armas de 1 a 10- en aviones, tanques, artillería. La ayuda soviética, pues, fue más cara y por tanto menos abundante que la ayuda fascista.

En relación con la ayuda hay otro hecho olvidado. Se ha dicho que el gobierno francés del socialista Léon Blum no ayudó a la República. La verdad es que las primeras ayudas recibidas procedieron de Francia y que sólo cesaron cuando Blum consultó a sus aliados, Londres y Moscú, y ambos le dijeron que en caso de que su ayuda a la República le provocara dificultades con Berlín y Roma, ni Londres ni Moscú apoyarían a Francia. Aun así, Blum, incluso después de dimitir, consiguió que permaneciera de jefe de aduanas francés un socialista, gracias a cuya acción las armas soviéticas llegaron a España. En efecto, después de que los submarinos italianos hundieran a algunos barcos con armas rusas, éstas se encaminaron a España -a partir de comienzos de 1937- Vía Murmansk y El Havre, de donde, atravesando Francia en ferrocarril o camiones, entraban a España por los Pirineos. Y esto siguió siendo así hasta que terminó la contienda española. Sin la ayuda socialista francesa, pues, no habría sido posible la llegada de los armamentos comprados a la URSS y pagados en oro y por adelantado.

Otro hecho olvidado es el de la cronología. Nadie puede saber cuál habría sido la suerte de la guerra, de haber continuado en el poder las fuerzas revolucionarias que lo ocuparon durante los diez primeros meses. Lo que sí sabemos es que la guerra la perdió la República durante los 23 meses en que estuvieron en el poder las fuerzas que a partir de mayo de 1937 llevaron a cabo el desmantelamiento de las medidas revolucionarias y que hicieron abortar la primera revolución obrera que conoce la historia, no producto del golpe de mano de un grupo minoritario, como la revolución rusa de octubre de 1917, sino resultado de la acción espontánea del hombre de la calle.

VÍCTOR ALBA


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