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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

Los caminos de la Guerra Civil

Los caminos de la guerra 
Jaime del Burgo Torres fue político e historiador, académico de la Historia y Premio Nacional de Literatura 1967. Durante la guerra civil fue capitán de requetés, siendo gravemente herido en los altos de Begoña (Bilbao).

Antecedente obligado / Sanjurjo / Los campesinos de Casa Viejas

Es inevitable remontarnos a la proclamación de la II República en 1931. Este hecho, surgido de unas elecciones municipales en las que no se cuestionaba la forma de gobierno, cogió a todo el mundo desprevenido, pero en sus inicios, tampoco preocupo demasiado, y ni siquiera la Iglesia le puso objeciones. El propio monarca desterrado, Alfonso XIII, en unas declaraciones que hizo el 5 de mayo al director de ABC, dijo que estaba decidido a no poner la menor dificultad al gobierno republicano, y que los monárquicos debían abstenerse de obstaculizar sus actuaciones. «La Monarquía acabo en España por el sufragio, y si alguna vez vuelve, ha de ser asimismo por voluntad de los ciudadanos.»

Pero esta actitud no sirvió de nada, y el 11 de mayo, al mes escaso de proclamarse la República, grupos de sediciosos iniciaron la quema de iglesias y conventos en Madrid ante la pasividad del gobierno, y cuando se le propuso a Azaña la represión de los desmanes, contesté: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano.» El ejemplo fue seguido por otras poblaciones, y en muchos casos se impidió actuar a los bomberos y a la fuerza pública. Frailes y monjas, vestidos con traje seglar para no ser reconocidos, buscaban por todas partes refugio y amparo en casas particulares.

La persecución religiosa tan prontamente iniciada, fue un duro golpe para los que habían soñado con una república «de orden», y la Iglesia respondió predicando la cruzada. Mateo Múgica, obispo de Vitoria, y el cardenal Segura, primado de Toledo, personificarían la resistencia y serian expulsados de España.

La República, como sucesora de la monarquía saguntina nacida de un golpe de estado en 1875, tenia también una carga de antimilitarismo que le llevaría a tratar de anular al ejército, muchos de cuyos jefes y oficiales retirados por la ley Azaña fueron a incrementar los focos de descontento propicios a la conspiración.


El impetuoso desarrollo que alcanzaron en el norte, levante y Castilla las unidades de requetés tuvo su origen en la quema de conventos. Concretamente en Navarra se organizaron rápidamente grupos de defensa para custodiar los edificios religiosos amenazados. Estos grupos, llamados «decurias» —diez hombres al mando de un jefe— no tenían estructura militar.

A la quema de conventos del año 1931 sucedieron nuevos episodios revolucionarios, como los de Castilblanco, Arnedo y la cuenca del Llobregat, y no es extraño que esta continua agitación apartara de la Republica a muchos personajes de republicanismo incipiente que, como Melquíades Álvarez y Manuel Burgos Mazo, llegaron a pensar que el general Sanjurjo era el hombre que podía poner remedio a la situación.

La sublevación de Sanjurjo tuvo lugar e1 10 de agosto de 1932 y fracaso en Madrid, pero triunfo en Sevilla, aunque el general, falto de muchos de los apoyos prometidos, hubo de rendirse.
Condenado a muerte, conmutada esta pena por la de reclusión perpetua e indultado después, Sanjurjo fue desterrado a Portugal.
Como consecuencia del frustrado movimiento, fueron suspendidos ciento catorce periódicos y se deportó a Villa Cisneros a ciento treinta y ocho jefes, oficiales y paisanos.

Se ha escrito que en el movimiento participaron 6000 requetés navarros y que para mandarlos acudieron a Pamplona el general Barrera y el teniente coronel de aviación José Antonio Ansaldo.
Pero podemos asegurar que en aquella época aun no habíamos salido de la organización de las «decurias», y mal podían Barrera y Ansaldo pensar, a ultima hora, fracasado el movimiento en Madrid, en movilizar a elementos civiles de Navarra que, a mayor abundamiento, no asumían el programa político de la sublevación militar, limitado a depurar a la Republica y a derribar al gobierno.

El propio general Barrera había de declararlo así, y Sanjurjo, por otra parte, no había aun entrado en relación con los carlistas.

El año 1933 se estrenaría con un movimiento revolucionario de inusitado alcance de signo comunista y anarquista, y el 11 de enero, cuando se consideraba dominada la situación, los campesinos de Casas Viejas se sublevaron contra la guardia civil, y en el enfrentamiento murieron dieciocho revolucionarios y un guardia de asalto. El capitán Barba afirmó ante la comisión parlamentaria que había recibido de Azaña la siguiente orden: «Ni heridos ni prisioneros. Los tiros a la barriga.»

Estrategias dispares / La tentación fascista / La conspiración

Para afrontar la situación hubo estrategias dispares. El 15 de abril de 1931, apenas estrenada la República, surgió Acción Nacional, que se presento como una asociación de defensa social que actuaría dentro del régimen establecido. El Debate apoyo inmediatamente la idea, pero ABC le puso reparos por entender que se abandonaba la bandera monárquica. Lo mismo hicieron los tradicionalistas. En marzo de 1932, unida Acción Nacional con la Derecha Regional Valenciana de Luis Lucia, se formo la Confederación Española de Derechos Autónomas (CEDA), cuyo jefe indiscutible seria Gil Robles.

Por su parte, los elementos alfonsinos constituyeron el 10 de mayo de 1931 Acción Española, que se convirtió después en Renovación Española y se integraría en 1933 en una oficina electoral denominada TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española). Tenia como finalidad la restauración dinástica, a lo que se oponían tenazmente los núcleos norteños y catalanes del carlismo tradicional.

El 16 de febrero de 1933 aparece El Fascio, en cuya redacción figuraba José Antonio Primo de Rivera, y el 29 de octubre tiene lugar el acto del Teatro de la Comedia en el que aquél puso las bases de Falange Española, fusionada al año siguiente con las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista de Ramiro Ledesma Ramos.

En medio de una gran confusión tuvo lugar el 19 de noviembre de 1933 la primera vuelta de las elecciones generales, en las que las derechas, y particularmente la CEDA, obtuvieron un resonante triunfo. Gil Robles renovara sus declaraciones de acatamiento a la República, y con sus 115 diputados, la CEDA se convertirá en el primer partido del parlamento, y acabara aliándose con los radicales de Lerroux, que tenían 102 escaños. La respuesta de la izquierda fue la organización de un movimiento revolucionario que tuvo que ser reducido por el ejército.

Los carlistas, que continuaban silenciosamente su organización, principalmente en el norte, levante y Cataluña, y muy pronto lo harían en Andalucía, no dejaban de mirar con recelo la aparición de estos partidos que, a su juicio, apartaban a la opinión pública de sus raíces tradicionales. Entre sus afiliados era frecuente llamar «reconocementeros» a los de la CEDA, «guiris» a los alfonsinos, y, por supuesto, fascistas a los de Falange Española.

Cuando Gil Robles marcha a Pamplona a consolidar su partido, un semanario carlista le increpa diciendo: «Viene a conquistar para la causa de la Religión, Patria y Familia, a los siempre leales navarros, que por amor a España y respeto a nuestros Fueros, arrinconamos un estatuto confeccionado en Madrid con ayuda de los separatistas vascos, enemigos de España y traidores a Navarra» (16 febrero 1934).

Y ante la aparición de Falange Española: «Primero fue el liberalismo absurdo y execrable, fuente fecunda de toda clase de males, después vino el marxismo en sus dos ramas: el socialismo y comunismo, y últimamente, desde la exaltación de Hitler al poder, ha surgido en España “el Fascio”, que dice ser españolista, y que un solo ideal le guía: España. No nos cabe en la cabeza que se pueda ser verdaderamente españolista y al mismo tiempo imitar, o mejor dicho copiar servilmente las instituciones y métodos extranjeros para aplicarlos a la gobernación de España. ¿Es que España no tiene ideales, instituciones y métodos propios?» (20 abril 1934).

A ningún historiador se le ha ocurrido reparar y profundizar en el significado de esta actitud de las bases del viejo partido carlista, que no deja de ser aclaratoria de acontecimientos y talantes posteriores. En el año en que Hitler culminó su meteórica conquista del poder, cuando el Reichstag votaba por aclamación la ley que ponía a toda Alemania en sus manos (30 enero 1934), imperante también el fascismo en Italia desde 1922, algunos españoles veían la posibilidad de llegar aquí a una situación semejante, presentando el fascismo como un movimiento salvador y como eficaz valladar contra la temida revolución bolchevique. Sólo los carlistas lo rechazaban.

Muchos fueron los elementos de la CEDA, sobre todo de las llamadas Juventudes de Acción Popular (JAP), que cayeron en la tentación fascista, y el propio Gil Robles asistió como espectador al congreso nazi de Nuremberg (30 agosto 1933). El 22 de abril de 1934, en el mitin de las JAP que tuvo lugar en El Escorial, se aprobaron dieciocho puntos programáticos, uno de los cuales decía textualmente: «Disciplina. Los jefes no se equivocan.» Y este otro: «Antiparlamentarismo. Antidictaduras. El pueblo se incorporará al gobierno de modo orgánico y jerárquico, no por la democracia degenerada.» No quiere decir esto que la CEDA fuera un partido fascista en el propio sentido de la palabra, pero es evidente que sus juventudes sintieron la atracción del fascismo y en su organización y propaganda adoptaron modos fascistas, como aquel famoso cartel mural gigantesco de las elecciones de febrero de 1936 colocado en la Puerta del Sol de Madrid, en el que aparecía en primer plano una gran cabeza de Gil Robles. Una flecha indicaba el desfile marcial de sus adeptos con la leyenda: «Estos son mis poderes», y en otro espacio: «Dadme la mayoría absoluta y os daré una España grande.»

Cuando en mayo de 1934 regresó Calvo Sotelo del exilio, pidió a José Antonio ingresar en Falange Española, pero se le negó la afiliación, procediendo entonces a formar el Bloque Nacional, opuesto decididamente a la política de la CEDA.

Mientras Gil Robles y la CEDA se esforzaban en llevar a los católicos a colaborar con la República, pensando que desde dentro podrían contener mejor los desmanes revolucionarios, los carlistas se preparaban para actuar de la forma que en ellos era tradicional: la sublevación militar. Hacía medio siglo que terminó la tercera guerra carlista (1872-1876) y quedaban aún muchos combatientes «veteranos» que se preocupaban de avivar el fuego sagrado de la juventud.

Pero los carlistas habían sabido, en sus tres guerras, conseguir ayudas del exterior, y no es de extrañar que trataran ahora de obtenerlas también, por lo que en marzo de 1934, una comisión formada por Rafael Olazábal y Antonio Lizarza por los carlistas, y el teniente general Emilio Barrera y Antonio Goicoechea en representación de los monárquicos, visitó a Mussolini para exponerle el proyecto de dar un golpe de estado en España. El duce, a quien no convenía tener en el extremo del Mediterráneo, cerrando el paso al mismo, a una nación prosoviética, prometió su ayuda en dinero y armas. Se convino también en que un número de requetés iría a Italia para instruirse en el manejo de las armas modernas, instrucción que después transmitirían a sus afiliados en España.

Esta última parte se cumplió rigurosamente, y sin que los servicios policíacos del gobierno republicano se enteraran de nada, grupos de requetés se ejercitaron en el campo militar de Forbara, cerca de
Ladíspoli, haciéndose pasar por oficiales peruanos que iban a hacerse cargo de una partida de armas adquiridas a Italia por su gobierno, y cuyo manejo debían aprender.

En la recta final hacia la guerra /  Asesinato de Calvo Sotelo / Companys proclama el Estat Catalá/ Huelga de mineros en Asturias

El 2 de octubre de 1934, en el gabinete formado por Lerroux después de la dimisión de Samper, figuraron tres ministros de la CEDA (Oriol Anguera de Sojo, Manuel Giménez y Rafael Aizpún Santafé), pero la reacción de las izquierdas fue fulminante, y el día 4 se declaró la huelga general. Aunque la insurrección fracasó en Madrid, el problema se agravó en Cataluña, donde Companys proclamó la independencia del estado catalán, y en Asturias, donde los mineros se hicieron dueños de Oviedo y Gijón. El ejército tuvo que emplearse a fondo y el 7 se rindió la Generalidad, pero hasta el 16 no se logró la sumisión de los últimos insurgentes de Asturias, donde hubo que realizar una verdadera campaña militar con el resultado de centenares de muertos y heridos.

Después de un mes de crisis intermitente, Alcalá Zamora tiene que aceptar otro gobierno presidido por Lerroux que incluía a cinco cedistas, uno de los cuales sería el propio Gil Robles como ministro de la guerra (6 mayo 1935), quien nombró subsecretario al general Fanjul, inspector general del ejército al general Goded y jefe de estado mayor al general Franco.

El asunto del «estraperlo» dio al traste con el gobierno de Lerroux, y aunque en el que le sucedió, presidido por Chapaprieta, continuó Gil Robles como ministro de la guerra, dejó de serlo con el de Portela Valladares, quien después de un segundo intento por prevalecer, acabó por disolver las cortes y convocar elecciones generales para el 16 de febrero de 1936. Uniéronse las derechas, excepto Falange Española y los nacionalistas vascos, pero también lo hicieron las izquierdas en un Frente Popular de inspiración comunista. Gil Robles creía que su triunfo iba a ser arrollador, pero no contaba con la serie de pucherazos, robos de actas y coacciones que se produjeron, tanto en la primera como en la segunda vuelta, y el triunfo del Frente Popular fue aplastante, con 297 diputados contra 125 las derechas y una cincuentena de indefinidos. 

Por todas partes se amenazaba con la revolución, y tanto Gil Robles, como el general Franco, que seguía siendo jefe de estado mayor central, propusieron a Portela declarar el estado de guerra para impedir los desmanes, mientras José Antonio Primo de Rivera le pedía armas para la Falange. Portela no accedió, y el 18 de febrero llamó a Azaña para que se hiciera rápidamente con el poder, el 19 se declaró la crisis y el 20 se celebraba el primer consejo de ministros del Frente Popular. No tardaría mucho tiempo en ser destituido el propio Alcalá Zamora (7 abril 1936), y el 10 de mayo era elevado a la primera magistratura Manuel Azaña. Casares Quiroga sería primer ministro, pero quien mandaba en la calle y preparaba efectivamente la revolución desde la presidencia de la UGT era Largo Caballero.

El triunfo del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936 y la constitución del gabinete presidido por Azaña, conmovió profundamente a las derechas, que no esperaban este resultado, y tuvo consecuencias inmediatas. Antes de que se aprobara el decreto de amnistía el 21 de febrero, ya se habían abierto las puertas de las cárceles a los detenidos por delitos políticos y sociales, incluidos los que participaron en la revolución de Asturias. Vuelve a surgir la patraña de que monjas y damas catequistas repartían caramelos envenenados por Cuatro Caminos, Tetuán y Chamartín, y se reproducen los disturbios e incendios de edificios religiosos (3 mayo 1936). En las carreteras actúan miembros del Socorro Rojo exigiendo a los automovilistas el «donativo» obligatorio.

El caos público y social desemboca en ardientes apologías del comunismo ruso y se proclama abiertamente la revolución, organizándose las llamadas Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas que han de llevarla a cabo como avanzada del ejército rojo. Estas milicias son instruidas por jefes y oficiales del ejército y actúan eficazmente en los actos de propaganda marxista. Líster dice en sus memorias que las milicias se organizaron en 1933, y que después de los sucesos de octubre de 1934, recibieron mayor impulso; Se ordena también el cierre de los colegios religiosos dejando a los alumnos en la calle y se impone una rigurosa censura de prensa.

El 8 de mayo es asesinado en Madrid el capitán de ingenieros Carlos Faraudo, instructor de las milicias marxistas, y se organiza un impresionante y multitudinario entierro con jóvenes uniformados que desfilan entonando La Internacional. La Pasionaria clama venganza y guerra.

Ante estos sucesos y la evidencia de que se preparaba la temida revolución marxista a la española, todos los partidos de derechas se dispusieron a actuar y a enfrentarse con los acontecimientos, propiciando o secundando el movimiento militar anhelado ahora por todas las derechas. En este sentido, se señala que pese a las reticencias de José Antonio Primo de Rivera contra las derechas, muchas veces justificadas, no dejó de participar Falange Española en los trabajos preparatorios del alzamiento.

Y también Gil Robles, aunque reiteradamente lo niega en su libro No fue posible la paz, conoció la conspiración y trató de influir en ella. Según testimonio de Fal Conde, ratificado por Ignacio Luca de Tena, recibió aquél, en San Juan de Luz el día 5 de julio, la visita de Gil Robles, que iba acompañado del propio Luca de Tena y Francisco Herrera Oria. El jefe de la CEDA informó a Fal Conde que había estado con Mola afín de ofrecerle su concurso, y que le había entregado medio millón de pesetas como aportación del partido. Según Gil Robles, Mola les dijo que fueran a entrevistarse con Fal Conde para exponerle las condiciones en que apoyaría el movimiento. Todo se reducía a que triunfante el mismo, se entregara el gobierno a un gabinete provisional de los jefes que habían constituido el comité electoral en los comicios de febrero. La propuesta fue rechazada. Más tarde, el 28 de julio, iniciado ya el movimiento, Gil Robles llegaría a Pamplona procedente de Portugal. Le acompañaba una escolta armada y uniformada compuesta por milicianos de las JAP, y el 2 de septiembre, en compañía de Aizpún, del conde de Peña Castillo y de varios militares, fue a visitar el frente de Irún, villa guipuzcoana que se conquistó el día 5.

En los primeros días de julio la situación política se hace cada vez más tensa, pudiéndose decir que el país entero vivía en plena efervescencia. En la noche del 12, unos desconocidos dieron muerte al teniente de guardias de asalto José Castillo, instructor de las milicias socialistas de Madrid, que había a su vez matado el 16 de abril al tradicionalista Llaguno. Pasada la media noche del 13, varias camionetas de guardias de asalto estaban dispuestas para ir a la caza de diputados derechistas, y la señalada con el número 17, al mando del capitán de la guardia civil Fernando Condés, se dirigió al domicilio de Calvo Sotelo. Los guardias allanan la morada del diputado, lo sacan a la calle, y una vez instalado en la camioneta, es asesinado de un tiro en la nuca disparado por Victoriano Cuenca, que pertenecía a la escolta de Prieto. Calvo Sotelo, desplomado sobre su asiento, recibe un segundo disparo en la cabeza, mientras la camioneta, a toda velocidad, se dirige al cementerio del Este, donde los guardias arrojan el cadáver sobre la mesa de mármol del depósito.

Agravaba la cuestión el hecho de que se trataba de un crimen de estado, realizado por fuerzas del estado, con medios del estado y armas de reglamento. Muchos derechistas consideraron más prudente huir al extranjero, mientras el general Mola, en Pamplona, arregla definitivamente su pleito con los carlistas.
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