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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La vida en la zona nacionalista en la Guerra Civil

Zona nacionalista

La zona que desde el comienzo de la guerra civil dio en llamarse zona nacionalista, o zona facciosa por el bando opuesto, comprendía las cuatro provincias gallegas, el reino de León, Navarra, Castilla la Vieja, excepto Santander, así como las capitales aragonesas. En Extremadura contaba con la provincia de Cáceres y en Andalucía, las ciudades de Sevilla, Córdoba, Granada, Cádiz y Huelva, quedando amplias parcelas de estas provincias sin someter a los sublevados. Asimismo disponía del archipiélago canario, de la isla de Mallorca y de la zona del Protectorado, cuna del alzamiento.

Este territorio abarcaba extensas zonas agrícolas y ganaderas, disponía del potencial pesquero gallego y, en cambio, estaba falta de las regiones más industrializadas. El núcleo que había dado soporte civil al levantamiento estaba constituido por lo que podría llamarse la España tradicional y conservadora. Efectivamente, el éxito del golpe había encontrado en Navarra, en las viejas ciudades castellanas y leonesas, un eco favorable dado el carácter derechista de su configuración. En otros puntos como en Galicia, Aragón y en las ciudades andaluzas, la victoria militar debiose a la audacia del pronunciamiento militar que, sin embargo, tuvo que vencer una violenta oposición popular.

El hecho de que se configurase esta zona sabiendo de la existencia de una considerable masa de desafectos, influyó grandemente en la tónica dura y autoritaria impuesta cuyo propósito era evitar, a toda costa, una rebelión en la retaguardia, lo que hubiera sido de desastrosas consecuencias para una sublevación que había triunfado tan sólo en una tercera parte de la península.

Un clima bélico

Si en la zona gubernamental el clima predominante era netamente revolucionario, en la zona dominada por el Ejército era guerrero.
La definición del conflicto como guerra civil provocó de inmediato una movilización hacia la conquista de las tierras que habían quedado en poder de 'la República. En la zona Norte de la sublevación, el señuelo era la pronta conquista de Madrid, ciudad que desde Valladolid o desde Burgos, se juzgaba al alcance de la mano. Las marchas al frente de tropas y voluntarios era espectáculo cotidiano que se producía entre desfiles rodeados de aclamaciones, al son de pasacalles guerreros como «Los Voluntarios» y toda una variedad de marchas zarzueleras. Por otra parte, el voluntariado inicial proporcionado por falangistas y requetés aportaba sus propios himnos que entraban también en el concierto de la música militar. La policromía de boinas rojas y camisas azules ponía la nota de color al caqui castrense que se imponía como eje de la situación.

Los estímulos eran muchos entre una juventud simpatizante con los ideales profesados por los dirigentes del golpe, ideales que mayormente se aglutinaban en un surtido de «antis», antimarxistas, antisocialistas, antiliberales y antiparlamentarios. Y en esta línea de rechazo, comulgaban fascistas, tradicionalistas, monárquicos y hasta populistas. Para los autores de la intentona, que en sus comienzos no había alcanzado los objetivos propuestos y que sólo saldría de la peligrosísima situación gracias a la ayuda de italianos y alemanes, era necesario movilizar el máximo de efectivos para transformar el golpe en guerra civil, única manera de superar el revés inicial.

Las alocuciones radiadas, las apelaciones de la prensa en forma de consignas y hasta una propaganda mural improvisada, excitaban a la juventud a formar parte de un voluntariado que iba a «salvar a España», llamada que tuvo su mayor eco entre los requetés navarros y los falangistas castellanos, en pugna establecida por ver quien entraba antes en Madrid. Paralelamente, se fueron prodigando las llamadas a filas de los reservistas, llamadas hechas con cautela ya que inicialmente se circunscribieron a los «cuotas», estimando que los muchachos que habían prestado su servicio militar en estas favorables condiciones procedían de clases pudientes y proclives, por tanto, al espíritu del movimiento militar.

Las convocatorias a formar parte del voluntariado no sólo influían entre los adictos 0 entre los convencidos; estaban también no pocos jóvenes significados por sus ideas contrarias al movimiento militar, que entendieron que la mejor manera de hurtarse a una situación comprometida, dada su filiación, era desaparecer de la ciudad en la que eran conocidos y sentar plaza en el Ejercito. Y fue recurso al que no tuvieron más remedio que acogerse muchos hijos de fusilados en la zona nacional que, con este forzado gesto, salvaban la situación de una familia mal vista en circunstancias difíciles dado el carácter disyuntivo que había tomado el conflicto.

Entre las incitaciones a formar parte del voluntariado había de todo: desde la promesa de una España para la juventud combatiente hasta las apelaciones al valor. Una de las más prodigadas desde la prensa falangista sentenciaba: «¡Jóvenes de España: o castrenses o castrados!» También se multiplicaron los anuncios animando a apuntarse a la Legión que aparecía aureolada por todas las virtudes militares como fuerza de choque. Y no fueron pocos los que, ante la exigüidad de la paga de soldado -veinticinco céntimos diarios en el período de cuartel y el doble en el frente-, prefirieron hacerse legionarios donde la soldada era superior.

El orden impuesto por la ley marcial

En todas las plazas donde se impuso el golpe militar se procedió a la declaración del estado de guerra. Toda clase de derechos quedaron abolidos, todo tipo de garantías, en suspenso. En el repertorio de proclamas, bandos y declaraciones hechas por los jefes militares en sus distintos lugares de actuación y dentro de ciertas variantes en el estilo y en el contenido, había algo en el que se concordaba, atribuyéndole propiedades curativas para todos los males de la Patria: el restablecimiento del principio de autoridad. El general Mola, en su bando declaratorio del estado de guerra, aclaraba que la implantación de aquel principio exigía que los castigos fueran ejemplares, por la seriedad con que se impondrán y la rapidez con que se llevarán a cabo.

Sentadas estas premisas represivas, la ley marcial se aplicó sumarísimamente a todos cuantos realizasen actos de resistencia activa, fueran capturados con armas en la mano o ejercieran resistencia pasiva en forma de huelga tendente a paralizar la vida ciudadana. En ciudades como Sevilla o La Coruña, donde existía una masa sindical ugetista o cenetista importante, la represión se abatió sobre los responsables sindicales que en un postrer esfuerzo de resistencia hicieron circular órdenes de huelga una vez hechos los militares dueños de la situación. A este respecto, es ilustrativa de la tónica represiva imperante una orden dada por el general Queipo de Llano, en Sevilla, cuyo texto aparecido en el ABC de Sevilla del 24 de julio es el siguiente:
Tras del «HAGO SABER» correspondiente se comunicaba: “Que ha llegado a mi conocimiento, que el gremio de matarifes tiene la intención de declararse en huelga, y como esta conducta constituye un ataque al movimiento depurador del pueblo español, decreto lo siguiente:

Primero. Que en todo gremio que se produzca una huelga o un abandono de servicio que por su importancia pueda estimarse como tal, serán pasados por las armas todas las personas que compongan la Directiva del gremio y, además, un número igual de individuos de éste, discrecionalmente escogidos.

Segundo. Que en vista del poco acatamiento que se ha prestado a mis mandatos, advierto y resuelvo que toda persona que resista las órdenes de la autoridad o desobedezca las prescripciones de los bandos publicados o que en lo sucesivo se publiquen, serán también fusilados sin formación de causa.

Sevilla, 23 de julio de 1936. El General de la división, Gonzalo
Queipo de Llano.»

Sin diferencias ostensibles en el orden impuesto entre las distintas ciudades y territorios donde el movimiento militar triunfó, los partidarios del Frente Popular se percataron de que las características de aquella rebelión nada tenían que ver con las resultantes de otros pronunciamientos de los que tan pródíga había sido nuestra Historia contemporánea.

La puesta fuera de la ley de los partidos y organizaciones obreras que integraban la coalición triunfante en las elecciones de febrero de 1936 fue inmediata. Ello trajo consigo la incautación de locales y bienes de dichas organizaciones. Y lo mismo se hizo con las propiedades de las personas físicas significadas por su izquierdismo y que estuvieran ausentes en el momento de producirse los sucesos. Las autoridades nombradas por el Frente Popular fueron, en su inmensa mayoría, detenidas y procesadas. Los periódicos de matiz izquierdista fueron incautados, imprimiéndose en sus talleres medios informativos de nuevo cuño como órganos de Falange. Para los funcionarios, se establecieron comisiones depuradoras que llevaron a cabo una durísima selección, con su cortejo de ceses y pérdidas de carrera. Algunos cuerpos como el de Correos o el Magisterio, con fama de republicanismo, fueron objeto de particular persecución.

El espíritu contrarrevolucionario que inspiró la acción de las autoridades se convirtió en clima represivo de gran alcance. Cualquier manifestación contraria y hasta dudosa sobre el movimiento nacional podía acarrear penas gravísimas. Oír emisoras republicanas o exponer dudas en público sobre el éxito del golpe militar hacía incurrir en el delito de “derrotismo”.
Ante esta perspectiva, las gentes de ideas de izquierda, aunque fuera moderada, fueron presa de una inseguridad que les llevó a esconderse, a cambiar de residencia, a buscar una nueva personalidad, cosa difícil porque las localidades donde triunfó el alzamiento eran ciudades pequeñas donde todo el mundo se conocía.

Y nada digamos de lo que ocurría en los pueblos donde la identificación era inmediata. La situación requirió medidas desesperadas. Hubo quien se disfrazó con una camisa azul y de esta guisa se echó a la calle incorporándose una nueva personalidad. Que el hecho debió ser frecuente, da idea el que la jefatura de Falange de Pamplona «prohibiera a las tiendas de tejidos la venta de tela azul para camisas sin una autorización de la propia jefatura». Los que estaban en edad juvenil -como ya hemos citado- eligieron el expediente de irse voluntarios. En más de una vez se dio el caso de haberse descubierto una ficha comprometedora de alguien que, al indagar su paradero, se supo estaba en una unidad combatiente habiéndose distinguido por su valor.

El ambiente fríamente represivo no alteraba las formas externas del vivir cotidiano. El orden militar se había impuesto en el funcionamiento de los servicios, en el normal abastecimiento de las subsistencias, en el funcionamiento de los espectáculos. Las detenciones se hacían con sigilo y para eso se aprovechaba la nocturnidad y tan sólo en ciertas capitales, algunas escuadras de Falange hacían, a, plena luz del día, acciones de intimidación dirigiéndose a viandantes 0 a personas que estaban sentadas en las terrazas de los cafés, obligándoles a levantar el brazo y gritar
¡Arriba España! Y si se negaban, les propinaban una paliza a la vista de todo el mundo.

El terror blanco

El hecho cierto es que, la implantación del orden militar estaba consiguiendo sus propósitos, gracias al terror que se había desencadenado con la aplicación sumarísima del código de Justicia
Militar, expediente impuesto por el estado de guerra. Los desafectos, empezando por las autoridades y responsables sindicales, siguiendo por personas que ostentaban cargos políticos en la administración y continuando por militantes, simpatizantes de la izquierda, por liberales y por masones, fueron enjuiciados en consejo de guerra como culpables de «rebelión militar», de «auxilio a la rebelión» o de «adhesión a la rebelión»;extraña normativa jurídica que englobaba desde haber sido sorprendido con armas en la mano hasta considerar como pieza de cargo algún discurso o manifestación verbal hecha en el tenso clima que precedió al estallido.

Los tribunales militares no se dieron punto de reposo, actuando ininterrumpidamente y de una manera paulatina y sistemática en este proceso depurativo, cuyo punto final acostumbraba a ser la pena de muerte. La noticia de «Sentencias cumplidas», daba cuenta en los periódicos de las ejecuciones llevadas a cabo, eso sí, refiriendo con detalle los casos en que los reos habían recibido los auxilios espirituales. En aquella implantación de la muerte como pena habitual, se ponía un verdadero énfasis en hacer constar los que morían reconciliados con la Iglesia, ya que eso era un bien aportado por una sentencia que, al fijar la fecha exacta de la muerte, otorgaba al condenado el inestimable favor de ponerse a bien con Dios.

El terrible clima vivido durante los años de la guerra Civil en las pequeñas capitales de provincia, llevó a dividir en acusadores y en acusados a personas que, antes de los hechos de julio, habían convivido en la amistad de las tertulias, en la comunidad de las aficiones, en el compañerismo de una profesión común. El ambiente creado por la habituación de la pena capital hizo que al conocimiento del día y la hora de los fusilamientos, la gente se congregara en el lugar del suplicio para observar las reacciones de los desdichados que estaban en trance de morir.

En el Heraldo de Aragón del día 15 de agosto, el corresponsal en Calatayud daba cuenta de la ejecución de un dirigente socialista, apodado «el Estirao», a la que había asistido el pueblo en masa. El lugar del Fusilamiento había sido «en el sitio más céntrico de Calatayud, plaza del Fuerte», y la información se extendía en los siguientes detalles espeluznantes: «A los acordes de la banda de música y ante millares de personas que presenciaban la ejecución, desfilaron las fuerzas de la Guardia Civil, del regimiento de
Artillería, Falange Española, requetés, los balillas con sus redoblantes y la cincuentena de vecinos del pueblo de Sediles que, con gran arrojo y valentía en unión de las fuerzas, habían capturado a Francisco Bueno, “el Estirao”. También desfilaron centenares de señoritas de Ateca y varones que en manifestación habían venido a Calatayud. Las ovaciones al Ejército, los vivas a España y mueras a los traidores fueron enormes.»

La continuidad de este lamentable hecho que se prodigaba en
Huelva, en Pamplona y en otros lugares, hizo que el gobernador civil de Valladolid tuviera que hacer pública una nota, aparecida en El Norte de Castilla el día 25 de setiembre de 1936, de la que son los párrafos siguientes:

“En estos días en que la justicia militar cumple la triste misión al dar cumplimiento a sus fallos, de dar satisfacción a la Vindicta pública, se ha podido observar una inusitada concurrencia de personas al lugar en que se verifican estos actos, viéndose entre aquellas, niños de corta edad, muchachas jóvenes y hasta algunas señoras. Son públicos, en verdad, tales actos, pero la enorme gravedad de los mismos, el respeto que se debe a los desgraciados, víctimas de sus yerros, en tan supremo trance, son razone más que suficientes para que las personas que por sus ideas, de l que muchas hacen ostentación, deben abrigar en sus pechos la piedad, no asistiendo a tales actos ni mucho menos llevando a sus esposas y a sus hijos. La presencia de estas personas allí dice muy poco en su favor; y el considerar como espectáculo el suplicio de un semejante, por muy justificado que sea, da una pobre idea de la cultura de un pueblo.
Por esto, precisamente, es de esperar de la nunca desmentida hidalga educación del pueblo de Valladolid, que se tendrán en cuenta estas observaciones”.

En simultaneidad con el proceso represivo llevado a cabo por los tribunales militares, tenía lugar una eliminación de personas, de las más variadas clases sociales, mediante sacas nocturnas efectuadas en las cárceles o «razzias» practicadas en los barrios obreros. Al igual que en la zona enemiga, el método de ejecución era el «paseo», la conducción del preso o de los presos, en plena noche, hasta un descampado donde se los mataba de un tiro en la cabeza. La justificación, dentro del proceso de exterminio del enemigo político entendido como higiene social, era que se trataba de «rojos», nombre que por analogía con el de «fascistas» en el otro bando, amparaba la anulación del derecho a la vida. En los primeros días de la guerra, estas ejecuciones se explicaban recurriendo a la aplicación de la Ley de fugas. Después, toda esta represión subterránea quedó en el anonimato de las muertes colectivas llevadas a cabo en lugares tan siniestros como el barranco de Víznar o las fosas de Jinamar.

En estos asesinatos participaron elementos pertenecientes a las diversas fuerzas políticas que se unieron al alzamiento militar, falangistas, tradicionalistas y gentes significadas por sus ideas conservadoras y de orden, que aprovecharon esta circunstancia para, por acción o por inducción, librarse de sus enemigos políticos o personales.

A lo largo de todo el año 1936, la gravitación de este implacable proceso depurador creó un clima de terror que alcanzaba hasta personas sin filiación política, tan sólo caracterizadas por ser librepensadores, teósofos, protestantes, seres cuyas ideas o su forma de vida no entraban en el canon unitario, integrista y tradicional de una España que debía ser martillo de herejes.
Como cs obvio, el conocimiento del terror implantado en el bando republicano, era justificante que autorizaba a la práctica del otro terror y era frecuente la publicación de noticias alusivas a desmanes «rojos», en vísperas de consejos de guerra de los que habían de resultar penas de muerte de difícil comprensión.

La Iglesia de la Cruzada

La España que se sublevó el 18 de julio no incluía ningún mensaje religioso en sus propuestas de poner orden en el país. Fueron las noticias de la persecución religiosa, emprendida en el bando republicano, las que inclinaron a la Iglesia Católica a bendecir la guerra emprendida y a darle un carácter de Cruzada, con la más íntima satisfacción de los dirigentes del bando sublevado.

El clero, de preferencia el navarro y el castellano, sintieron el toque de cometa del alzamiento como una llamada a luchar contra los enemigos de Dios, incendiarios de conventos y perseguidores de católicos. En los comienzos de la contienda, al formarse las columnas que marchaban al frente era frecuente contemplar a muchos curas, tocados con boina roja y traje talar, dispuestos a dar apoyo moral y sostén espiritual a los combatientes por una causa que se bautizaría de «santa». El día 25 de julio, festividad de Santiago, Patrón de España, las iglesias de la España sublevada hicieron repicar sus campanas en homenaje al Ejército y en invocación de su victoria. El día 15 de agosto, día de la Asunción, se conmemoró en todo el territorio nacional con solemnidad procesional, presidencia de autoridades militares y escolta de bayonetas caladas.

La unión entre la espada y la cruz condicionó la existencia de los españoles de la zona nacional. A instancias de la autoridad eclesiástica, la incipiente legislación promulgada por la Junta de
Defensa de Burgos, por la Junta Técnica y por el primer Gobierno nacional, reguló el matrimonio no dándole más validez que al canónico; derogó la ley de divorcio, suprimió la coeducación y, en términos generales, se impuso la obligatoriedad de formalizar católicamente los actos que jalonan la propia existencia. Los niños no bautizados lo fueron apresuradamente y muchas parejas se dieron prisa en casarse por la Iglesia ante el riesgo de que su unión fuera denunciada por concubinato. Entre las implicaciones políticas asumidas por la clase eclesial, se contó la concesión de informes por los párrocos sobre la conducta de las personas.

Una nota sobre la inasistencia a misa de algún vecino, podía poner en peligro un expediente o un eventual empleo. Ante lo que la Iglesia consideraba un proceso de descristianización que había conducido a los excesos registrados en el bando republicano, todos los recursos se estimaron útiles; hasta los de imposición y control.
Hubo lugares en los que se creó un documento para comprobar el cumplimiento del precepto pascual. Una «santa intransigencia» entró en las manifestaciones de las jerarquías de la Iglesia. Así, monseñor Pla y Deniel, obispo de Salamanca, en su carta pastoral del 30 de setiembre de 1936, se expresaba de esta manera:

- En el suelo de España luchan hoy cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la tierra. Comunistas y anarquistas son los hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto de la virtud y por ella los asesinan y los martirizan...-

El contenido apostólico se acentuó desde el púlpito con predicas que ayudaban a definir el aspecto de la guerra como una Cruzada. Soldados y voluntarios eran bendecidos antes de marchar al frente y casi todos ostentaban el escapulario del Sagrado Corazón con la inscripción: Detente, bala: el Corazón de Jesús está conmigo.
La guerra, pues, se revistió de un carácter de combate por Dios y por España, atribuyéndose a este propósito la decisión de luchar y morir. Los caídos eran glorificados como muertos por Dios y por la Patria, y en la propaganda que buscaba estímulos para que los jóvenes fueran a luchar se prodigaban los de sentido religioso como: «Ante Dios no serás héroe anónimo.»

En esta atmósfera de guerra santa, no faltaban clérigos y personas cristianas que, sin ignorar las atrocidades que se contaban del otro bando, no podían aceptar los extremos que había alcanzado la represión impuesta en la zona nacional. Y echaban de menos que algún hombre de iglesia no alzara la voz contra los excesos represivos. Pero, en toda la retaguardia nacional se había impuesto un santo temor que cerraba las bocas y no dejaba oír voces discordantes que, por otra parte, hubieran sido silenciadas y castigadas de inmediato. Tan sólo el obispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, tras mucho aguantar y en conocimiento de una matanza de presos izquierdistas perpetrada en la cárcel de Tafalla, lanzó una pastoral en la que clamaba:
¡Perdón, perdón! ¡Sacrosanta ley del perdón! ¡No más sangre! ¡No más sangre!

No más sangre que la que quiere Dios que se vierta intercesora en los campos de batalla para salvar a nuestra Patria gloriosa y desgarrada; sangre de redención que se junta, por la misericordia de Dios, a la sangre de Jesucristo para sellar con sello de vida, pujante y vigorosa, a la nueva España que nace de tantos dolores.
No más sangre que la decretada por los Tribunales de Justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida; clara, sin dudas, que jamás sea amarga fuente de remordimientos.
Y... no otra sangre.

En 1937, la publicación de la Carta Colectiva del Episcopado español, reivindicando el nombre de Cruzada para la guerra civil, selló la más estrecha unión entre la Iglesia y el Estado que nacía de la guerra. Los privilegios eclesiales se restablecían en toda su plenitud y con ello empezaría una etapa de la vida española señalada por la influencia de la Iglesia en los aspectos educativos, en el ejercicio de la censura, en la inspiración sobre las más altas instancias del Estado. Como es obvio, la trascendencia de este influjo sobre las costumbres, sobre la vida cotidiana –como tendremos ocasión de ver- fue extraordinaria.


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